lunes, 18 de marzo de 2013

Día 7: Alto en Meiktila

Después de unas primeras intensas jornadas visitando Bagan y Yangon, decidimos apartarnos un poco del circuito turístico tradicional y hacer una parada en Meiktila, una ciudad situada justo en el centro del país, entre las dos principales metrópolis, Mandalay y Yangon. Desde esta última se puede tomar un autobús que te deja en una estación de servicio en mitad de la autopista, y desde aquí tomar una moto-taxi. Intentamos hacer auto-stop en vano, ya que por los visto los birmanos también tienen prohibido recoger a viajeros en sus vehículos. Por el camino paramos en un restaurante donde por fín tuve la oportunidad de probar la especialidad culinaria birmana por excelencia, el mohinga. Se trata de una sopa de fideos con caldo de pescado, acompañada de otras verduras. No está mal.



A priori, no hay mucho que ver en Meiktila pero si que es un buen lugar para hacer una pausa entre tantas impresiones, y experimentar lo que se siente cuando eres uno de los pocos extranjeros que pisa el lugar. Lo mejor del sitio es poder salirse por un momento del barullo característico de los lugares turísticos (aunque Myanmar no llega a estar tan concurrida como otros países de la zona), respirar hondo, tomar aire y simplemente disfrutar de la vida cotidiana en una ciudad birmana cualquiera. La gente es por lo general extraordinariamente amable, aunque durante nuestra estancia aquí, también descubrimos la otra cara de la moneda, tal como explicaré en la siguiente entrada.

Lago Meiktila


En Meiktila también fuimos acogido por otro miembro de Couchsurfing. En este caso por Yuri, un chico ruso que trabaja aquí, y comparte casa con otros tres compatriotas, a cual más singular. Con él, la verdad es que apenas tuvimos contacto en los dos días que pasamos allí, pero con dos de sus compañeros si que hicimos buenas migas, en especial con Mijail, un ingeniero aéreo que hablaba español. Su colega Sasha no dejaba de servirme chupitos de whisky cada vez que me encontraba por la casa, y casi me tajo. Pero sin duda, el mejor encuentro que tuvimos en esta etapa fue con Uvi Seitta, un monje budista, amigo de Yuri, que nos invitó a comer a su monasterio y con el que pasamos un buen rato de charla e intercambio de ideas. De las mejores personas que conocimos durante el viaje, que grande.
























La casa de Yuri estaba genial y las esterillas eran bastante cómodas. El único contratiempo es que, al estar bastante cerca del lago, había tal cantidad de mosquitos, zumbando y dispuestos a clavar sus aguijones en nuestras carnes, que no nos fue fácil conciliar el sueño. Yo al menos esa noche casi no pegué ojo, con toda la orquesta de viento sobrevolando mi cabeza, y cubriéndome como podía para que los chupópteros no se dieran un festín. Menos mal que el día siguiente también lo reservamos para relajarnos, aunque tampoco faltaron movidas. Cada día una aventura.




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